[ Os ruego que votéis, por favor. ]
Una
danza que llegará a su fin.
La estancia se
hallaba abarrotada de hombres y mujeres vestidos de etiqueta buscando con la
mirada el
asiento que se les había asignado al comprar las entradas.
A pesar de la enorme cantidad de público, apenas había barullo ya que hablaban
en susurros.
Cuando todos estuvieron acomodados se silenció la sala. Los focos de luces
comenzaron a apagarse, haciendo que el lugar quedara completamente a oscuras. En
el aire se apreciaba cierta tensión, y para qué negarlo: también misterio.
Más de cuatro mil pares de ojos estaban fijos en el escenario, que estaba
cubierto por un grandioso telón de terciopelo rojo. Este empezó a abrirse
lentamente, haciendo que los presentes contuvieran la respiración.
Parecía que los segundos se prolongaban inmensamente.
Pronto una agradable luz (proveniente de los focos) inundó completamente el
escenario. Por cada lado del mismo surgieron, con aire inocente pero digno, dos
hermosos cisnes. El de mayor altura, Anastasia, tenía la cabellera azabache
recogida, de la misma manera que su compañera rubia.
Desprendían un aura elegante, con sus escuetos pasitos. Se apoyaban sobre las
punteras, del mismo color que el maillot (blanco) el cual se ajustaba a la
perfección a la silueta de sus figuras. El tutú se ceñía a sus cinturas,
procurándoles delicadeza. Ambas se fueron acercando al centro, mirando a un
punto perdido en la lejanía.
Apenas
faltaban cinco pasos para alcanzar el centro del escenario cuando la luz se
atenuó, ocultando los cuerpos de las bailarinas.
Nadie
dijo nada. No se oyó nada.
Con
la misma parsimonia con la que se habían apagado las luces, se encendieron para
dar lugar a un pintoresco y sangriento cuadro, que extrajo varios aullidos de
terror por parte del público. El cisne rubio yacía sobre el impoluto suelo de
parquet, con una daga de plata hundida en el pecho. Tenía los ojos abiertos, dirigidos
todavía a aquello que nadie supo jamás de qué se trataba.
Su compañera se sostenía únicamente sobre una pierna, mientras que la otra la
extendía en su plenitud hacia detrás. Los brazos los tenía arqueados sobre la
cabeza, entrelazando las manos. Tenía el tutú empapado de un líquido rojizo y
el tórax salpicado de la misma sustancia. La joven también miraba al infinito,
ajena al cadáver que tenía al lado.
La
entrevista con el psiquiatra había resultado ser una pérdida de tiempo.
Anastasia, vestida con un elegante traje de chaqueta color violeta, se había
limitado a, con las manos en el regazo, mirar fijamente al hombre que decía
tener un doctorado. Rendido, el señor McCain cogió el teléfono e hizo un par de
llamadas. Anastasia no escuchó.
Tras un largo viaje, dos hombres trajeados irrumpieron de una manera un tanto violenta
en la estancia. Bruscamente, tomaron a la joven por los brazos, levantándola
del sillón y sacándola casi en volandas de la clínica.
La metieron en un coche oscuro, con los cristales tintados. Anastasia no
comprendió por qué unos finos barrotes la separaban de aquellos misteriosos
hombres, pero no comentó nada al respecto. No había mediado palabra. Realmente,
jamás lo hizo. ¿Muda? Quizá. Escondía muchos secretos que muchos creían que
jamás podría revelar.
Tras un largo viaje, el coche se detuvo y los agentes sacaron del vehículo a la
chica. Se pararon unos instantes ante un grandioso edificio con la fachada
gris. Anastasia ladeó la cabeza. ¿Acaso la llevaban a la cárcel?
Inocente. Aquello era peor que la cárcel.
Un infierno con un cartel en la entrada que rezaba ‘Psiquiátrico central de
Rusia’ por título.
Anastasia no recordó más. Volvió en sí cuando unas rudas pero femeninas manos
la sentaron de súbdito en una silla, y acercaron unas tijeras a su cabello.
-
¡No! – exclamó, alterada. La mujer dio
un paso hacia detrás, mientras se le caían las tijeras de las manos. La chica
se recogió el cabello con las manos, mientras miraba con gesto asustado a la
mujer. A ella le gustaba su pelo. Eso dijo en una ocasión.
Más
tarde, con lágrimas en los ojos y también rodando por sus mejillas, largos y
espesos mechones negros caían desamparados al suelo.
Mientras Anastasia alzaba los brazos inconscientemente, le ciñeron una bonita
camisa de lino. No comprendió de qué se trataba, de hecho, estuvo tentada a dar
una elegante vuelta, creyéndose tratar de una bella princesa con un hermoso
vestido. Se sorprendió al percatarse de que no podía mover los brazos,
cruzándose estos sobre su pecho. ¿Por qué el vestido le agarraba las manos?
Anastasia y otra mujer , más ruda que la anterior, atravesaron un pasillo
grisáceo, con un final al parecer, inexistente. Lo que sí que se veía
claramente era la impresionante cantidad de celdas, de las cuales surgían
gemidos lastimeros, y de otras, sonoros golpes y chillidos. Cometió el error de
mirar a su derecha, donde pudo ver a una mujer balanceándose en una esquina de
la celda. Si no fuera porque tenía el rostro enterrado en las rodillas,
Anastasia se habría dado cuenta de que carecía de ojos en las cuencas. Quizá
esa fuera la causa de que también llevara un ‘vestido de lino’.
Tras veinte ‘jaulas’, una se abrió gracias a que la carcelera introdujo la
llave en la cerradura y la hizo girar. Anastasia se internó voluntariamente,
percatándose entonces de que sus pies desnudos rozaban el frío suelo de piedra,
sospechosamente húmedo. Imitó a la mujer que anteriormente había visto en una
celda lejana, hasta que, horas después, oyó que alguien le chistaba.
Un hombre alto, fornido y musculoso introducía la llave en la cerradura, como
había hecho la carcelera, haciendo que la puerta se abriera, con un chirrido.
Anastasia, instintivamente, se levantó y salió, caminando con lentitud pero
seguridad, un poco de puntillas, y con pequeños pasos. El mismo hombre que la
había liberado, rasgó con un cuchillo su camisa de fuerza, intentando que no la
golpeara la oleada de presos que también habían salido de sus celdas. La
espalda de la chica quedó al desnudo. Se volvió para mirar al caballero, y se
sorprendió cuando se percató, sin saber cómo, que se trataba de una mujer que
al tener más músculo que busto, y más cuerpo masculino que femenino, se le confundía
de sexo.
Quiso decir algo, pero los enfermos caminaban en masa, y la arrastraron. Cuando
por fin dicha multitud salió del centro tras evadir a los guardias, se
dispersaron. Parecía una invasión a la importante ciudad de Moscú.
Anastasia se movía dando tumbos. Recordó que en una ocasión cayó de bruces
sobre un fresco césped, manchando su cuerpo ahora desnudo (ya que la camisa de
fuerza había caído al suelo tras ser descosida) con un poco de verdín.
A pesar de que miraba al frente continuamente, parecía carecer de vista alguna.
Aunque aquello se desmintió cuando tanteó la fachada de un edificio gris. Lo
que habían parecido kilómetros, apenas habían sido algunas decenas de metros,
ya que sólo había dado una vuelta completa al psiquiátrico. Se aferró a una
escalera metálica, que la llevaría a la azotea. Comenzó a subir, hasta llegar a
la zona superior del edificio. Ni
siquiera miró al cielo sin estrellas de aquella noche. No se detuvo a disfrutar
la brisa que aireaba su ahora corta cabellera. No se percató del rugido de los motores
de vehículos en la lejanía. Sin más, dejó su cuerpo caer, de manera que simuló
la caída de una hoja de árbol en época otoñal.
El aire no opuso resistencia. Y sin más, el suelo llegó. A pesar de que la vida
había huido de su cuerpo antes de que rozara el suelo, pareció que todo
finalizó cuando el césped comenzó a mancharse de rojo. Un espeso charco se
formó alrededor de la cabellera azabache. Su alma había perecido.
¿Una
catarsis? Quizás. Pero ahora podría reunirse con Elizabeth.
Danzando con la Muerte está,
una dama de azabache cabellera;
pero la sangre manchaba la verdad.
La bailarina de esbeltas piernas
amarla demasiado el motivo era,
dijo;
hasta que arrebatarle la vida por
amarla más de lo que piensas.
Me encanta. No se cuántas exactamente, pero si se que lo he leido muchas veces y me sigue encantando.
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