viernes, 27 de diciembre de 2013

Prisión en el más allá

En un comienzo, las paredes de la habitación eran completamente blancas como la nieve virgen. Aquella nieve que allí, en Noruega, era tan usual. 
Pero, con toda una vida por delante con unos padres ausentes y carencia de más familiares cercanos, Katherine (más conocida como Katy), decidió versar su vida en aquellas cuatro paredes. Cada día, tras cumplir sus ocho horas de sueño, se disponía a decorar un pequeño pedazo de pared, que representara sus sentimientos en aquellos instantes; un verso por día.
Había noches en las que, tanto se había esforzado con la pintura que se dormía ahí mismo, al pie de la pared, hecha un ovillo y refugiada entre las fortalezas de su mundo. 
La muralla obtuvo su primer eslabón cuando Katy tan solo tenía cuatro años y pinceles como compañía. A pesar de su triste vida, adoraba estar entre únicamente cuatro paredes; sus cuatro mejores amigas. Sólo ellas la comprendían. Podía hablar con ellas durante horas y horas, y sus palabras siempre quedarían plasmadas en la palidez de sus queridas amigas. A decir verdad, Katy nunca había visto nada de su casa excepto aquel dormitorio. Sólo tenía un pequeño camastro en el centro, y cada día, por una gatera (por la cual jamás se le había ocurrido escabullirse y ser libre), una conocida pero misteriosa mano le concedía la comida y bebida esencial para un desarrollo triste pero aceptable. Le gustaba aquel camastro. Podía sentarse en él y observar a sus bellas amigas durante otras tantas horas. Todas ellas en silencio, incluyéndose a sí misma. Katy adoraba el silencio. Probablemente, el único sonido musical que le gustaba era el rumor del pincel cuando rozaba con la lisa y blanca pared. Curiosamente, Katy nunca se preguntó por qué no podía salir de aquella misteriosa habitación. Tampoco sintió la necesidad de hacerlo. Tenía poco, pero bastaba. Grave hubiera sido si al finalizarse algún color no le concediera la conocida pero misteriosa mano un repuesto, pero no era así, por lo que no había de qué preocuparse.
Los años continuaban pasando; la vida seguía su curso, pero por un cauce impredecible. 

Al parecer, la conocida y misteriosa mano se percató de las intenciones por el resto de su vida de Katy, por lo que, por arte de magia, hizo aparecer una pequeña escalerilla en el dormitorio, aunque suficientemente alta como para alcanzar la parte más alta de cada pared. Probablemente, situó el objeto en la sala cuando Katy dormía en un sueño profundo, pero jamás cayó en la cuenta de aquello.
Con tan solo once años ya había camuflado una pared entera. Le había dado una vida prácticamente sobrenatural. Tan sólo tenías que observar la pared para ver un nuevo mundo más allá. Miles sentimientos que había sentido, que deseaba sentir y que ni siquiera sabía que existían habían sido plasmados en la superficie. A pesar de la monótona y constante rutina de Katy, siempre tenía algo que representar. 

Las manos de Katy ya estaban muy arrugadas cuando decoró completamente a sus cuatro mejores amigas. No quedaban rincones donde buscar para plasmar el más mínimo detalle. 
Katherine no soltó el pincel que tenía tantos años como ella cuando fue a tumbarse en el camastro, increíblemente agotada. Nada más su cabeza rozó la almohada, suspiró, Entrelazó los dedos sobre su abdomen, sin dejar de zafarse a su fiel compañero. Sus increíbles ojos se fijaron en el pálido techo. Katy sonrió. 

Había encontrado un lugar en donde pintar en su próxima vida.

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