viernes, 4 de octubre de 2013

Se llevó con él su tristeza

El  humo impedía la visión a los soldados más allá de su contrincante. El suelo temblaba, y ruidosas explosiones parecía que les intentaban hacer estallar los tímpanos. El sudor, la sangre y las lágrimas cubría sus cuerpos, algunos vivientes; otros inertes. 
Давайте, ребята! - (¡Vamos, muchachos!), gritó Sergei, mientras estiraba el brazo para clavar el fusil en el cuerpo de un soldado americano que había intentado atacarle. Su alarido apenas se oyó, pero resultó audible para los compañeros que le rodeaban, por lo que comenzaron a moverse con más agilidad, animados. A pesar de que estaba agotado, y el cansancio se apoderaba a pasos agigantados de su cuerpo, él no podía detenerse. La constante imagen de su sonriente hijo, un pequeño niño de dos años, con el cabello azabache de su madre y los ojos verdes del padre permanecía en su mente, y era lo que le impedía detenerse, y lo que le obligaba robar salvajemente otras vidas. Pero debía luchar por él; por su hijo, Arkadiy. Cayó otro cadáver. Ya se había acostumbrado a aquella repetitiva escena, y la increíble cantidad de cuerpos sin vida parecía incluso sobrenatural. Una voz se elevó. 
Мы победили! Виктория! - (¡Hemos ganado! ¡Victoria!). Sergei sonrió. Había luchado por su país, había luchado por Rusia. Poco a poco, guerra tras guerra, lograban dominar el mundo. Serían los reyes del Universo. Al principio, no sintió dolor alguno. La sonrisa continuaba congelada en su rostro. Bajó la mirada hacia su pecho, y vio una bala atravesar el mismo. El mundo parecía detenerse. Sus compañeros gritaban a sus espaldas, pero él apenas los oía. No se percató de que una oleada de americanos comenzaban a disparar por detrás, matando a los rusos como si de perros se tratasen. Sergei clavó los ojos verdes que su hijo había heredado en la nada. Pronto una lágrima rodó por su mejilla, mientras caía de rodillas. Nadie le hacía caso: todos corrían en direcciones opuestas, tratando de salvarse. Sus camaradas le habían abandonado. Aún sonreía levemente. Pero no lo hacía por dolor. Lo hacía porque jamás podría volver a ver a su hijo. Jamás podría ver su cielo de nuevo. No podría contemplar cómo crecía. Todo había terminado. Mientras su débil cuerpo caía sobre la tierra se odiaba a sí mismo. Le prometió a su hijo, antes de partir, que volvería con un sincero 'te quiero' de regalo. 
Había fallado a su niño.

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